
Yo soy la base de todo, sin mí el cielo se desmoronaría porque no tendría ningún apoyo. Todo sería solamente humo. Yo creo todas las cosas vivientes; las alimento y las mantengo. Soy la dueña de todo. Todo se origina en mí, y todo regresa a mí. Mi poder no conoce límites’. Y seguía repitiendo ‘Soy sólida, soy sólida. El cielo es vacío, no tiene cuerpo. ¿Cómo pueden sus posesiones ser comparadas con las mías? ¿Qué tiene él, más que sus nubes, su humo y su luz? Soy más valiosa que él. El debería hacerme reverencia y moforíbale’.
Oba Olorun no respondió, pero hizo una señal al cielo para que se alejara severo y amenazante. ‘Aprende tu lección’, dijo el cielo mientras se alejaba. ‘Tu castigo será tan grande como tu arrogante orgullo’.
Iroko, la ceiba, preocupada comenzó a meditar en medio del gran silencio que siguió al alejamiento del cielo, porque Iroko tenía sus raíces hundidas en las entrañas de la tierra mientras sus ramas se extendían en lo profundo de la intimidad del cielo. El sensitivo corazón de Iroko se estremeció de miedo al comprender que la gran armonía que había existido desaparecería y que las criaturas terrestres sufrirían terribles desgracias.
Hasta ese momento el cielo había regulado las estaciones con tierno cuidado, de manera que el calor y el frío tuvieran efectos benévolos en las criaturas que poblaban la tierra. Ni las tormentas ni las sequías habían castigado la tierra. La vida era feliz y la muerte venía sin dolor. Las enfermedades y las tragedias eran desconocidas. La muerte era limpia pues no existían epidemias.
El hombre había disfrutado de una larga vida, y la vejez no traía impedimentos físicos, sino un deseo de inmovilidad y el silencio se movía despacio a través de las venas buscando deliciosamente su meta, el corazón. Suavemente los ojos se cerraban, despacio llegaba una negrura, la felicidad infinita la traía la muerte. El fin no era sino un bello ocaso. La bondad pertenecía a este mundo, y una persona moribunda podía sonreír al pensar en el tremendo banquete que su cuerpo hermoso y sano ofrecería a los incontables gusanos que lo devorarían. Al imaginarse tiernamente lo mucho que se divertirían los pájaros al sacarles sus brillantes ojos convertidos en semillas. En sus sueños, las bestias fraternales pastarían en su pelo cuando éste se mezclara con las tiernas y jugosas hierbas, y sus hijos y hermanos comerían los suculentos tubérculos que habrían alimentado sus propios huesos. Nadie pensaba en dañar a nadie. La naturaleza aún no había dado un mal ejemplo. No existían brujas malvadas ni plantas venenosas. Nadie tenía que controlar el poder de las fuerzas maléficas que surgieron después del dolor y la miseria.
Todo pertenecía a todos y nadie tenía que gobernar, conquistar ni reclamar posesiones. El corazón humano era puro, el cielo y la tierra estaban unidos, y el cielo aún no había enviado su rayo destructor. Nunca las fuerzas celestiales habían destruido los bosques, ni un sol sin misericordia había castigado la tierra. El mar era una calma infinita y ningún viento furioso se originaba en él.
Nadie se sentía intimidado por el mar. El ratón era el mejor amigo del gato, y una gota de miel era el veneno de los escorpiones. Cualquier monstruo tenía un alma cándida, y la hiena y la paloma tenían la misma alma.
La fealdad vino más tarde, cuando llegó el tiempo de los sufrimientos. Esto trajo el llanto a Iroko, el árbol más amado por ambos, cielo y tierra. Un hondo luto por lo que se perdía lo invadió,. Entonces la ceiba produjo sus blancas flores y esparció su dolor por sobre toda la tierra. Esta tristeza, que viajó en el viento, penetró en el hombre, las bestias y todo cuanto vivía. Una tristeza nunca antes sentida llenó todas las almas. Cuando al extinguirse la tarde se oyó el grito de la lechuza, hondo y desconcertante, fue un nuevo lamento en el silencio de un diferente ocaso, Iroko extendió sus brazos en un gesto de protección.
Un día abrupto nació lleno de trabajos. El sol comenzó a devorar la vida. La ceiba decía a todas las criaturas que buscaban refugio bajo sus ramas: ‘Vamos a rogar por nuestra madre la tierra, la cual ha ofendido al cielo’. Mas nadie entendía a Iroko, porque nadie conocía el significado de la palabra ofender.
Secretamente la tierra se estaba secando. El sol obedecía las órdenes de no quemar con su calor y luz excesiva, sino de agotar las aguas poco a poco. En aquel tiempo las aguas eran todas dulces y potables, inofensivas, claras, mansas, llenas de virtudes y como sus gigantes bocas estaban abiertas al sol, subieron hacia el cielo y fueron sostenidas en el abismo.
La tierra sentía en sus entrañas los efectos de la furia de su hermano el cielo. Sufría terriblemente de sed y finalmente le imploró en voz baja: ‘Hermano, mis entrañas se están secando, mándame un poquito de agua’.
Y el cielo, lejos de aliviar la atroz sed de su hermana, la llenó de un fuego blanco y sopló su cuerpo ardiente con un viento caliente, que, azotándola salvajemente, hacía más agudo aún el dolor de las quemaduras. Las criaturas de la tierra sufrían junto con ella el horrible tormento del fuego, la sed y el hambre. Pero más cruel para la tierra era el martirio de sus hijos que su propio sufrimiento. Por esos hijos inocentes, por la hierba achicharrada y por los árboles moribundos, sumisa pedía perdón al cielo. El sufrimiento hacía que se perdieran recuerdos de la felicidad pasada. El dolor agotaba a las criaturas hasta que la última memoria de la felicidad antes existente fue olvidada.
Toda felicidad era ahora remota e increíble. Comenzaron las maldiciones. La fealdad entró en el mundo. Fue entonces cuando nacieron todas las desgracias. Las palabras se convirtieron en instrumentos de maldad. La paz de aquellos que habían muerto fue perturbada, y aquellos que morían podían descansar en la bella paz de la noche cuya dulzura era duradera; ‘Perdóname’ imploraba la tierra. Pero el cielo inclemente guardó las aguas. Todo era polvo inerte, casi todos los animales habían muerto. Hombres como esqueletos, sin agua ni alimentos para mantenerse, continuaban la tarea de cavar el martirizado cuerpo de la tierra en busca de agua y de fuerzas para devorar a los que yacían impotentes sobre las rocas desnudas. Toda la vegetación había desaparecido y solamente un árbol en todo el árido mundo, con su gigantesca copa, permaneció verde y saludable.
Este era Iroko, que desde tiempos inmemorables había reverenciado al cielo. Hacia la ceiba iban los muertos a encontrar refugio. Los espíritus de Iroko hablaban con el cielo constantemente tratando de salvar a la tierra y sus criaturas. Iroko era el hijo favorito de la tierra y el cielo. Sus poderosas ramas albergaban a aquellos que buscaban su sombra y su refugio, siendo capaz de resistir el castigo de Olorun. Iroko les daba instrucciones a aquellos que podían penetrar en el secreto que estaba en sus raíces. Estos conocieron la magnitud de la ofensa y entonces se humillaron y se purificaron a los pies de la ceiba haciendo ruegos y sacrificios.
Así la pequeña hierba que había alrededor, los animales cuadrúpedos, los pájaros y los hombres que aún quedaban vivos y que se habían vuelto clarividentes consumaron el primer sacrificio en nombre de la tierra. Como el cielo se había alejado, se escogió al tomeguín como mensajero para llevar la ofrenda. El tomeguín era el más liviano de todos los pájaros y probablemente podría alcanzar las grandes alturas del cielo. El tomeguín se elevó pero no pudo llegar a su destino y a mitad del camino cayó víctima de la fatiga.
Entonces el pitirre fue escogido por su audacia y coraje, pero no tuvo mejor suerte. Otros. pájaros fueron enviados pero sus alas se quebraban o sus corazones les fallaban al alcanzar cierta altura y se precipitaban hacia la tierra.
Entonces el pájaro Ara-Kole dijo: ‘Voy a llevarle los ruegos al cielo y estoy seguro que sólo yo podré llegar a la otra orilla’. Todos miraron con desprecio a este repulsivo y sombrío pájaro que hablaba en tales términos. En ese momento el intrépido cernícalo, que era un gran volador, partió con las ofrendas hacia el cielo y pronto se perdió de vista. Sin embargo, el rápido cernícalo también cayó y la tierra perdió uno de sus mejores mensajeros.
Después de estos fracasos todos comenzaron a preguntarse si aquel tonto y pesado pájaro, que se alimentaba devorando cadáveres seria capaz de llevar a cabo su misión. Aquel apestoso y feo pájaro era su última esperanza. Así Ara-Kole partió llevando consigo la última súplica de la tierra, quien sin mucha confianza en esta misión, pensaba que su causa estaba perdida. Pero Ara-Kole voló incansablemente con serenidad durante días y noches, hasta el otro lado del infinito. Cruzo a la otra orilla y voló todavía más lejos depositando las ofrendas y haciendo que las palabras de la tierra fueran oídas.
‘Cielo, la tierra me ha enviado a implorar tu clemencia. Los hijos y las criaturas de la tierra te piden perdón. Son tus esclavos y desde lo más hondo de sus corazones imploran misericordia. Señor, la tierra se está muriendo allá abajo, gallinas, gallos, palomas, ovejas, perros, gatos, todos nos estamos muriendo. Perdónanos’.
Después que oyó esto, el cielo volvió sus ojos hacia la tierra. Hacía mucho tiempo que no le echaba ni una mirada y entonces la vio en la desnudez de su muerte. Viendo que lo reverenciaban fervorosamente, aceptó las ofrendas.
‘Perdono a la tierra’, dijo a Ara-Kole. En ese momento las criaturas en la tierra vieron como las nubes se llenaban desde las cuatro esquinas del cielo, y oyeron el croar de las ranas líquidas que venían de las nubes o que resucitaban del polvo muerto. Ruidosamente las aguas comenzaron a precipitarse desde el abismo en que habían sido contenidas y descendieron en grandes cascadas hasta alcanzar la tierra. Ara-Kole voló día y noche en el gran desierto espacial huyendo del gran diluvio que amenazaba con ahogarlo. Casi lo alcanza, cuando indomablemente se derramaba sobre la tierra sedienta creando un gran lago. Gracias a Iroko las criaturas se salvaron del diluvio. La tierra bebió y sació su sed, engendró y cubrió su desnudes con un nuevo verdor dándole gracias al cielo. Sin embargo, nunca volvió a conocer los felices días del comienzo. El cielo nunca prestó mucha atención, cuidado ni afecto a la tierra la cual le era ahora indiferente. Y todo el mundo sabe como ha sido la vida desde aquel entonces…