
Benin, país africano del golfo de Guinea, fronterizo con Nigeria, es, como su vecino Togo, una estrecha franja de tierra que penetra desde de la costa húmeda tropical hasta el reseco Sahel. La artificiosa forma es resultado de la lógica imperialista europea. Las potencias, habiendo fragmentado la costa desde el siglo XVII en zonas para el control de la trata de esclavos y del comercio triangular Europa, América, África avanzaron a finales del siglo XIX desde estas cabezas de playa hacia el interior. La anchura de la colonia resultante dependió así de la franja costera que se controlaba previamente. Los primeros en establecer factorías comerciales y fuertes negreros en esta parte de la costa africana (Ouidah, Porto Novo, Lagos) habían sido los portugueses.
En el siglo XVI la fortaleza de Ouidah era uno de los centros de trata más importantes de África bajo la dirección del legendario virrey mulato Souza. Sin embargo, en el siglo XVIII los lusitanos perderían el control de estos enclaves: Lagos pasó a los ingleses, Ouidah a los franceses. Serían estos últimos quienes unos siglos después acabarían por establecer su control sobre todo el territorio del interior constituyendo, entre 1894 y 1897, lo que entonces se llamó la colonia de Dahomey, en referencia al reino de Dahomey, la más poderosa de las entidades políticas nativas preexistentes cuyo desarrollo político y económico se había debido a su participación activa como proveedores de esclavos para los traficantes europeos de la costa. Dahomey obtuvo su independencia en 1960. En 1974, con la revolución marxista, pasa a llamarse Benin, en referencia al antiguo reino yoruba de Nigeria del mismo nombre. El cambio de nombre parece ser un gesto simbólico para contentar a todos los grupos étnicos que debían ahora compartir la nueva entidad política creada por el colonialismo. Puesto que Dahomey hacía referencia a uno solo del mosaico de reinos nativos precoloniales se eligió el nombre de un reino extranjero. Esta cuestión toponímica nos sitúa ante la gran complejidad histórico-cultural del país, dividido desde antiguo en muchos reinos y etnias. Pero por encima de la fragmentación étnico-política debemos apuntar una divisoria religioso-cultural fundamental para encarar nuestro viaje: el sur, el territorio de las etnias fon y gun, es el país del vudú; el centro y el norte, con pueblos como los baribá entre otros muchos, son ajenos a esta práctica.
Benin se jacta de ser, como así lo publicitan todos sus carteles turísticos, «La cuna del Vudú», queriendo decir que es este el territorio donde tuvo origen esta peculiar forma de religiosidad que luego se extendió por medio de la esclavitud al Caribe y el Brasil. Esta es solo una verdad a medias. En primer lugar porque en Benin el vudú solo se practica entre los pueblos de la costa y en segundo lugar porque se trata de una religión que con variantes regionales se practica también en las regiones costeras de Togo y entre los yoruba de Nigeria que influyeron, tanto o más que los dahomeyanos, en el desarrollo de los cultos vudús americanos, otras tantas variantes regionales de lo que en el fondo constituye una única religión. Alguna de las deidades vudú, como Egún o Mami Wata son, además, veneradas en todo África Occidental fuera de la región propiamente vudú.
El vudú es una forma religiosa muy compleja que amalgama elementos y conceptos animistas, un particular panteón politeísta formado por un numerosísimo y confuso conjunto de dioses y antepasados clánicos divinizados, y unas prácticas religiosas que hacen hincapié en la posesión de los fieles por parte de la divinidad por medio del trance. Toma su nombre de estas divinidades, llamadas vudús en lengua fon y orishas en yoruba, y, como toda religión, comporta una filosofía que permea toda la experiencia cultural de la sociedad. El vudú tiene en un dios creador pero este es un dios ausente, ajeno a los destinos de los hombres. La vida de los humanos viene condicionada, sin embargo, por su relación directa con otras divinidades más cercanas, cuasi humanizadas, unas divinidades que comen, beben, fornican, hacen el bien o el mal como los humanos, que se entremezclan con las vidas de estos hasta el punto de constituir una única unidad humano-divina de interacción social. Estas divinidades, los vudús, son de una variedad enorme, algunos toman formas diversas dependiendo de las ocasiones o las regiones, a veces son personificaciones de fenómenos naturales, otras animales, otras figuras antropomorfas. De entre ellos destacan nombres como Egun (en fon, Ogun en yoruba), dios del hierro y patrono de los herreros, la Serpiente Pitón, Mami Wata, diosa del mar, representada como una sirena, Legba, dios mensajero y del sexo, del engaño y del caos, que dio al mundo la técnica adivinatoria del Fa, Hebiesso (Shangó en yoruba), dios del trueno, Sakpatá, dios de la viruela y la enfermedad en general. Central al vudú africano y una de las características que lo distinguen del americano es el culto a los antepasados, es decir a los cabezas de los linajes y los clanes en los que se estructuraba y aún se estructura en buena medida la sociedad. Los cabezas de linaje son venerados de acuerdo a su posición jerárquica en la organización socio-política, con los reyes divinizados en la cúspide de la pirámide.
Los templos vudús, denominados en la actualidad con el término francés de couvent («convento»), están en la actualidad en su mayoría en el interior de casas particulares, resultado de la política de persecución religiosa emprendida por el régimen marxista y ateo de Matthieu Kerekou en los años 70. Se reconocen al exterior por una bandera blanca ondeando al viento. Al interior suelen estar decorados con pinturas de diversas divinidades en estilo naïf de vivos colores. No están necesariamente dedicados a un vudú en particular y en ellos se amontonan a veces de forma abigarrada los fetiches de diferentes deidades, normalmente representadas en forma de montículos de barro más o menos abstractos. En cada couvent se conservan además los fetiches de los antepasados cabezas de clan, que toman la forma estilizada en hierro de las sombrillas ceremoniales con que se reparaban y se reparan del sol aún hoy en día los jefes y sacerdotes en ocasión de los ritos públicos. Cada vudú tiene sus cultos y ceremonias particulares oficiadas por su propio y particular cuerpo de sacerdotes o sacerdotisas (dependiendo de la deidad).
La idea central de la religión vudú, verdadera idea-clave que anima las conducta de las gentes que sienten el vudú, es la de la relación directa y frecuente con la divinidad, la de la presencia cuasi constante de la divinidad, de esa divinidad intermedia, semi-humana en el fondo, en la vida cotidiana. Una presencia que es percibida como un verdadero contacto físico, la relación directa en grado absoluto. En ello radica la personalidad del vudú como forma de relación con lo trascendente. Durante los cultos las divinidades poseen a los fieles, las «cabalgan», según la gráfica expresión utilizada en el vudú, produciéndose durante ese corto espacio de tiempo la fusión y simbiosis entre el hombre y lo divino. El hombre no solo se comunica con lo divino: participa de ello. En otras ceremonias, los antepasados divinizados vuelven a la vida en carne y hueso para hablar y aconsejar a los vivos. Son los que se conocen actualmente con el término francés de revenants («los que retornan»). El revenant es un sacerdote que, al enfundarse en una vestimenta sagrada que cubre cada centímetro cuadrado de su cuerpo, se transmuta temporalmente en antepasado, en «muerto viviente». Los revenants se presentan con ocasión de grandes ceremonias públicas en las que se sientan al lado de los jefes de linaje vivos y realizan vistosas danzas entre la gente. De esa manera queda consolidado de una manera física el vínculo entre los vivos y los muertos haciendo entender a la gente que el individuo mortal se trasciende en el linaje colectivo, que es inmortal y trascendente pero presente. Así se refuerza y legitima simbólicamente la estructura social, basada en estos grandes grupos de parentescos, que regulan aún el funcionamiento de la sociedad y del poder.
No se debe confundir a estos revenants con los famosos zombis, fenómeno posteriormente desvirtuado fantásticamente por Hollywood. La figura del zombi solo existe en Haiti. De acuerdo a la creencia local se trata de individuos sin voluntad o sin conciencia plena como resultado de las malas artes de un brujo que los habría drogado o «robado el alma» o resucitado de entre los muertos con pociones secretas para hacerlos sus esclavos. Como ha demostrado Roland Littlewood se trata de una explicación cultural a la enfermedad mental pero que bien pudo tener un fundamento histórico. Durante la guerra de independencia los sacerdotes vudús, que lideraban la revuelta contra los franceses castigaban a los esclavos colaboracionistas drogándoles con brebajes que provocaban parálisis del sistema nervioso con síntomas similares a los de la muerte. Después les administraban un antídoto que les reanimaba pero les mantenía en estado de semiinconsciencia que permitía a los sacerdotes controlarlos, tenerlos como esclavos. Esta práctica tiene a su vez un origen africano perfectamente documentado lo que nos permite afirmar que el mito de los zombis aunque de una manera lejana se remite finalmente a Africa: las adolescentes que iban a ser iniciadas en el culto de Sakpata eran drogadas de la misma manera que los esclavos traidores de Haití. Se simulaba así una muerte ritual no solo simbólica sino física. La antigua persona, la adolescente novicia moría y más tarde el dios, por medio del antídoto, la resucitaba a su nueva vida como sacerdotisa adulta. Tampoco se debe confundir el vudú con una práctica de magia negra, ni con las famosas muñecas: las prácticas mágicas, negras o blancas, son características de la fase animista de las religiones, la más primitiva, pero han coexistido después con formas de religión más complejas y de hecho, se dan, con variantes de forma, de manera universal en todas las culturas del mundo. La práctica de las muñecas para hacer mal es un tipo muy extendido de magia simpática y es muy común en toda África.
El avión aterrizará al inicio de nuestra ruta, el aeropuerto internacional de Cotonou, el centro económico del país, que ha acabado por arrebatar la capitalidad política a Porto Novo. Cotonou es una ciudad siempre en movimiento. En sus nighclubs, sus playas y sus bulliciosas calles empezaremos a tomar contacto con la extrovertida gente beninesa. Todas las etnias que componen Benin se mezclan aquí. La ciudad tiene algunos monumentos curiosos de la época marxista, algo enmohecidos por el clima húmedo, como la gigantesca estrella roja en la plaza del mismo nombre. Cotonou, centro cosmopolita de un millón de habitantes, en el que las tradiciones se difuminan, sufre grandes congestiones de tráfico y no es el lugar más adecuado para percibir la atmósfera de misterio y magia del vudú. Las personas son fácilmente abordables, muy hospitalarias y no tendrán problema en satisfacer nuestra curiosidad sobre el vudú, practicado por la mayoría de los fon y los gun, pero la actividad de los couvent, invisibles a los ojos del turista a no ser que te lleven a ellos, queda un tanto disimulada en el bullicio de la metrópoli y aquí no se celebran ceremonias públicas. Interesantísimo en cambio el gran mercado de Danktopa, un abigarrado y caótico laberinto de gentes y mercancías en el que se compra y se vende de todo, con una sección dedicada a objetos de magia, gris-gris (amuletos protectores), pócimas y brebajes varios.
De Cotonou tomaremos la carretera que nos lleva a Porto Novo, a 32 km al este: es la antigua capital, que también lo fue del reino del mismo nombre. Allí visitaremos el palacio del rey Toffa, último monarca independiente, quien firmó un acuerdo de protectorado con los franceses en 1883. Construido en el siglo XVII, nos acerca a la vida cotidiana de los reyes negreros africanos. Es un complejo de adobe con diferentes patios. Interesante la colección de fotografías de los 25 reyes de la dinastía (que continua en la actualidad aunque ya sin poder político) y la colección de fetiches.
De regreso hacia al oeste y a pocos kilómetros de Cotonou hacia el interior está la ciudad flotante de Ganvié, 12.000 habitantes, sobre el lago del mismo nombre. Es una pequeña Venecia africana hecha de construcciones de paja y madera sobre pilotes. Uno de los sitios más impresionantes para dejarse cautivar por la fascinación de Benin: navegar por sus canales de día o de noche, observar a los pescadores en su faena y sentir ya más cercano el latido del vudú. Por doquier entre los canales se dejan ver las banderas blancas que señalan la existencia de un couvent y los habitantes suelen estar abiertos a enseñar estos templos que, a diferencia de Cotonou, a veces están ubicados en construcciones específicas a su propósito y no en el interior de casas particulares. Otra cosa, por supuesto, será que te permitan atender a alguna de sus ceremonias. Para eso el viajero deberá ganarse la confianza de la gente, porque los cultos no son públicos.
De Ganvié regresaremos a Cotonou pero sólo para coger la carretera de la costa y recorrerla hacia el oeste durante 42 km para alcanzar la meta de nuestra ruta: Ouidah, 30.000 habitantes, ciudad que puede considerarse en justicia como la capital mundial de los cultos vudú. En un primer momento de un reino independiente, fue posteriormente absorbido por el de Dahomey, vecino suyo hacia el interior y cuya capital, Abomey, hemos preferido saltar de nuestra ruta por carecer de demasiado interés. En realidad, los reyes de Ouidah compartieron su poder con los portugueses y más tarde franceses que controlaban el tráfico de esclavos desde el fuerte del mismo nombre. Este fue, junto con Elmina en Ghana, el centro negrero más importante de Africa Occidental. Europeos y ouidahnos-dahomeyanos se beneficiaron simbólicamente de la trata hasta el punto de que podemos afirmar que no hubieran podido existir unos sin los otros. Fruto de esta simbiosis histórica es la doble naturaleza de la ciudad: como centro vudú más importante y como primer centro esclavista de la costa africana. Su interés para el viajero que realiza la ruta del vudú se centra en primer lugar en su Templo de la Pitón, una de las deidades más importantes del panteón y «patrona» de la ciudad. Este es un templo de verdad, foco de importantes peregrinaciones y de un famoso oráculo, una singular construcción cónica de adobe y paja rodeada de otros varios edificios para ceremonias diversas. En su interior se alberga el dios vivo, en forma de decenas de serpientes pitón. Pero más interesantes quizá aún son las celebraciones públicas, pues aquí, como en ningún otro sitio, el vudú toma la calle. Una de las ceremonias más características es la del baile de los revenants, que tiene lugar cada cierto tiempo. Vestidos con lujosos atuendos que recubren estructuras de madera para aumentar su tamaño, los «muertos vivientes» danzan entre la gente en un espectáculo mágico-lúdico. No se les puede tocar, pues ello conllevaría la muerte al comunicarse su esencia de ultratumba a la persona viva, y para impedir que eso suceda caminan siempre con un acólito que sujeta una vara mágica delante de ellos. Esa vara es lo único que puede impedir que el revenant se acerque demasiado a un vivo, confinándole en su propio espacio. Sabedores del terror que despiertan entre la gente, estos danzarines cargan contra la muchedumbre, que provoca estampidas despavorida por el miedo a que los puedan tocar. Si queremos una información gráfica interesante sobre la cultura vudú no nos podemos perder el Museo Vudú, situado en la antigua casa del cónsul portugués.
Como parte del pasado esclavista queda en pie el fuerte portugués de 1721, hoy en día también museo, dedicado a la esclavitud. Allí eran encerrados los cautivos hasta el momento de ser embarcados para América y de allí parte aún el camino de 3 km que hacían estos desgraciados hasta la playa, conocido como Ruta de los Esclavos. Este camino es hoy día un monumento nacional en que se ha pretendido hacer converger las dos herencias históricas de Ouidah, jalonando el camino de estatuas de deidades vudú en homenaje a la diáspora humana y religiosa que se produjo con la esclavitud. El camino desemboca en un monumental conjunto escultórico en la playa conocido como Puerta de No-Retorno, en alusión a los esclavos que ya nunca volvían. Todas estas esculturas fueron financiadas por el gobierno brasileño en reconocimiento de su deuda moral y cultural con Benin en el marco del Festival Internacional de las Culturas Vudú, una celebración anual de reciente creación que reúne a practicantes y estudiosos de los diferentes cultos vudú y sus variantes (candomblé, umbanda, santería, etc.). El festival, que se celebra en enero, es el mejor momento para visitar Ouidah, pues durante el mismo la celebración de bailes y ceremonias públicas es casi continua. Es este festival lo que ha convertido a Ouidah en la capital del vudú, algo así como la Roma de esta religión de alcance internacional.
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