
Son bastantes los zonbi que han sido estudiados y de los que vamos a ver los más conocidos, absolutamente verídicos.
En 1986 falleció Rose-Marie Thélusma. Un año después reapareció muda y casi sorda. Fue un caso famoso, presentado en la televisión haitiana; se poseía el certificado de defunción y los documentos del entierro. Esta pobre mujer jamás ha podido recuperarse.
El 24 de febrero de 1988 fue sepultado en Cayes Wilfrid Doricent, de dieciocho años de edad. El 11 de septiembre de 1991 fue encontrado en Roche-á-Bateau, errante y con sus facultades mentales totalmente perdidas. Tras las pertinentes investigaciones, fue detenido su tío, Belaroix Doricent, acusado de haberle mandado zombificar por causa de una herencia. El 17 de marzo de 1992, el juez Nicolás vio el caso y condenó a Belaroix a cadena perpetua, de todo lo cual existen pruebas.
El 6 de septiembre de 1991, falleció una joven de veintitrés años, Ti Counn Bernard, siendo enterrada en el cementerio de Saintard. El 31 de diciembre de 1993 reapareció totalmente zombificada y la prensa dio la noticia normalmente, como un suceso corriente, informando solamente que fue llevada al cuartel de la policía para las formalidades legales.
Los remedios que emplean las familias haitianas para impedir la zombificación de un ser querido y que esto no es mero folklore lo demuestra el caso-entre otros muchos-ocurrido en agosto de 1974 en el Valle de la Artibonite. Un joven falleció y su familia estaba persuadida que solamente se encontraba en estado de prezombificación. Se celebraron los funerales y en el momento de la inhumación el padre abrió el féretro con un machete y de un golpe decapitó al cadáver. El hombre cumplió la pena impuesta por la ley como profanador de cadáveres, pero quedó con la conciencia tranquila que su hijo no sería convertido en un zonbi.
Algo similar le sucedió a un reputado médico de la ciudad de Gonaîves. Un día falleció el hijo de un íntimo amigo suyo, quien poco antes del entierro le habló recatadamente, diciéndole que estaba plenamente convencido que su hijo no estaba muerto y que iba a ser zombificado. El doctor le hizo notar su escepticismo y el asunto se zanjó con la inapelable alternativa que propuso el padre: si era verdaderamente su amigo debía «volver a matar» a su hijo, inyectándole veneno. Como el galeno estaba plenamente convencido de la muerte clínica se avino a ello. Mas a eso de la medianoche unos extraños ruidos, acompañados de monocordes cánticos, se escucharon por las oscuras callejas próximas al domicilio. Poco después advirtió que los cánticos se habían detenido ante la puerta y, de inmediato, resonaron unos golpes. El doctor abrió y se halló frente a unos fantasmagóricos personajes con las caras pintadas de blanco y gafas negras.
Eran los miembros de la secta secreta que debía haber zombificado al joven, como dijo el bókò que era su jefe, recriminando muy durante al doctor por haberles arrebatado su presa. Este le respondió enérgicamente que había hecho lo que su conciencia le dictó y que lo que tuviese pensado hacer con el cuerpo de aquel infeliz lo hiciese con él, si podía. Los sectarios, impresionados por su firmeza, tras deliberar brevemente entre ellos, optaron por marcharse y nunca más se supo de ellos.
Tras el caso anterior voy a referir otros hechos reales que han sido relatados por quienes participaron en ellos. Todos merecen fiabilidad.
Una psiquiatra refiere las experiencias que tuvo con un par de zonbi a los que trató, añadiendo que han sido los únicos y que no quisiera volver a tener experiencias semejantes por lo desagradable que le resultaron. En ellos observó un proceso irreversible de la facultades mentales, no pudiendo apenas articular palabra. La típica voz gangosa, producida por una afectación en el centro de la dicción a causa de un defecto cerebral, los andares lentos y la mirada vagando en el infinito, esos fueron los síntomas advertidos. Habían sido mandados zombificar por rencillas familiares, como en la mayoría de los casos.
Muy espectacular fue el caso presenciado por una doctora española. Un día llegó al Hospital General, donde ella trabajaba, una mugrienta furgoneta y aparcó en el lugar reservado a las descargas. De ella descendió un tipo extraño-lo recordaba perfectamente por lo mucho que la impresionó-, de siniestro aspecto y con todos los dedos de las manos cubiertos de anillos; a latigazos hizo salir a un joven y como éste apenas podía moverse le sacó a rastras.. Todos cuantos presenciaban la deplorable escena permanecían inmóviles, excepto la doctora, que intentó acercarse para ayudar al infeliz. Sus colegas haitianos se lo impidieron a viva fuerza, gritando que no se acercara, pues eran un bókò y un zonbi. En efecto, éste no pudo ser tratado mas que cuando aquel se marchó sin ser molestado. En el enfermo se apreció su grave estado, con profundas cortaduras, quemaduras muy importantes y localizadas, inequívoca prueba de que había sido sometido a rituales, conciencia totalmente alterada y una profunda inanición, todo lo cual le llevó al sepulcro definitivo al día siguiente. La doctora, que acababa de llegar a Haití, no quiso dejar el caso así y solicitó a sus colegas que le practicaran la autopsia. Ninguno se interesó; todos sabían que era un zonbi; todos sabían de casos similares; en el hospital había mucho trabajo para perder el tiempo y, en el fondo, todos tenían un cierto y supersticioso temor a poner sus manos en el cadáver.
Unas monjas italianas me refirieron un caso que les sucedió en Cap-Haitien. Una niña de su colegio hizo la primera comunión, falleciendo al cabo de pocos días inopinadamente. Las religiosas, en medio de una espantosa tormenta, fueron a despedir el cadáver y advirtieron que no estaba rígido, aunque no le dieron mayor importancia. Esa misma noche vieron a la niña, vistiendo el mismo traje de comunión con el que había sido amortajada, pasar por las callejuelas frente al colegio, siguiendo a una macabra procesión y nunca más se ha vuelto a saber de ella. Quizá un día su aparición sea noticia en la portada de los periódicos.
Probablemente a algunos lectores les llame la atención la aparición de estos desgraciados por las calles y en plena libertad y la explicación es que sus amos cuando por cualquier circunstancia deciden deshacerse de ellos se limitan a expulsarles de sus casas, seguros que nada ha de sucederles y que más tarde o más temprano serán recogidos por sus familias, como sucede en la mayoría de los casos.
Un haitiano que ha prestado servicios médicos en diversas ciudades del país, relata un caso de zombificación verdaderamente interesante del que fue protagonista. Una noche estaba de guardia en el hospital de Deschapelles cuando apareció un enfermo acompañado de sus familiares. Tendría éste unos veinticinco años y presentaba un estado general muy alterado. Los síntomas y las radiografías confirmaron el diagnóstico de edema pulmonar agudo. De inmediato se le sometió a la medicación adecuada, pero dos horas más tarde falleció, lo que fue confirmado por la ausencia de reflejos pupilares, por los pulsos periféricos y electroencefalograma plano. Este doctor acostumbra a practicar la autopsia a los fallecidos, pero los familiares se opusieron rotundamente, alegando que no era costumbre entre ellos. Transcurrió el tiempo y un mal día, paseando el doctor por el campo, se encontró de bruces con el supuesto muerto y sepultado. Textualmente comentó que estuvo a punto de seguirle al sepulcro, pues del espanto sintió que su corazón se paralizaba. Al preguntar a los familiares qué había sucedido, acabaron contándole la macabra historia: eran dos hermanos, herederos de una parcela de tierra donde cultivaban arroz. El más joven quería venderla e irse a vivir la buena vida de Port-au-Prince; ambos discutieron y el mayor decidió mandarle zombificar, para lo cual acudió a un bókò y éste le proporcionó un mejunje que él mismo mezcló con la comida de su hermano. El resultado fue el conocido, quedando éste zombificado de por vida La curiosidad profesional impedió al doctor a visitar al bókò y una tarde acudió a su ounfo. Allí el sujeto le confirmó la veracidad de la historia y lo hizo de la forma más natural, como el que ha vendido unos servicios solicitados por un cliente. Por otra parte, y para demostrarle sus conocimientos al «colega», trepó a un árbol y desde arriba arrojó unos polvos a unas gallinas que por allí andaban picoteando; en pocos segundos todas estaban muertas.
Se podrían relatar más casos, pero sería reiterativo, pues en el fondo, dejando al margen la parafernalia que los envuelve, todos son iguales. En todos estos ejemplos hemos ido comprobando que la causa de la zombificación es a base de substancias tóxicas, animales o vegetales.
A tenor de cuanto hemos ido viendo es harto difícil sacar conclusiones científicas válidas para emitir una correcta hipótesis sobre el fenómeno de la zombificación, como con tanta ligereza se ha hecho en ocasiones. Tan sólo se puede afirmar que es un hecho cierto y común en Haití, que nada tiene de mágico, aunque sí de aterrador, y que indudablemente existen bókò sin escrúpulos poseedores de ciertos conocimientos empíricos- que rodean de una aureola de esoterismo -y que no dudan en emplear, destrozando el cerebro de un ser humano, transformándole en un ente que más que horror ha de inspirar piedad.
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