
En las sectas congas se encuentran narraciones tradicionales transmitidas por vía oral que se refieren a ese mundo primigenio de donde salió todo lo existente. El equivalente congo del patakí recibe el nombre de kutuguango. No muestra Palo Monte la enorme riqueza mitológica que caracteriza a la religión lucumí, pero el número de los kutuguangos es suficiente para integrar todo un canon que se esfuerza por explicar el origen del cosmos, el origen del hombre y de los mpungos, el origen de la muerte y del mal, así como las relaciones de Dios (Nsambia) con todos esos procesos iniciales y , más tarde, con la humanidad viviente. En los kutuguangos los elementos teogónicos, cosmogónicos y antropogónicos suelen aparecer muy mezclados.
Al principio -afirma uno de estos mitos congos- Nsambia vivía solo en el cielo. Pero un día decidió crear la tierra. Y para comunicar estas dos esferas creó el gran árbol sagrado: nkunia-ungundu, la ceiba. Por ella el Dios bajaba a los jardines terrestres. Por ella regresaba a su empírea residencia. Luego Nsambia creó a los bantú, es decir, a los seres humanos, a quienes permitía visitar al cielo usando la escala divina de la ceiba. «Este es el palo sacrosanto; cuídenlo siempre”, le dijo a los hombres el Ser Supremo. Por aquel entonces no había mal en el mundo: ni enfermedades, ni dolores, ni trabajo, ni muerte. La felicidad parecía ser perfecta. Pero el hombre -por algo es hombre- acabó por aburrirse. Para hacerle frente a ese malestar Nsambia le enseñó a cantar y a bailar en fiestas en que El mismo participaba. Y le entregó el instrumento necesario para hacer música: el tambor, ngoma.
Pronto se produjo una disputa entre los hombres y las mujeres sobre la calidad y el tamaño de los tambores. «Hay que hacerlos más grandes, más poderosos», decían ellas. Los hombres los modificaban, pero sin obtener la aprobación del otro sexo. «Hagan uno con la madera de la ceiba», pidieron. Y los hombres talaron el árbol sagrado y fabricaron un tambor gigantesco, que al sonar estremecía la tierra con tanta fuerza que ésta se arrugaba para formar montañas.
Cuando Nsambia se dio cuenta de la sacrílega tala de Ungundu ordenó al aura tiñosa que le trajera el tambor. Al hacerlo sonar en lo alto produjo los truenos. La desaparición de Ungundu tuvo una terrible consecuencia: los hombres no tenían ya modo de subir al cielo. Y Nsambia decidió no bajar más a la tierra. Su alejamiento fue definitivo. Su separación, total. Y su maldición, eterna: por desobediente, la humanidad perdería para siempre lodos sus privilegios. Bajaron a la tierra las calamidades: el frío paralizador, el calor sofocante, la obligación de ganarse el pan con el sudor de la frente, los conflictos entre los seres vivientes, el dolor, las enfermedades, la muerte. O sea, que desde entonces, al separarse Nsambia del hombre, el mal predomina en el mundo.
Según otra versión de este mito, Nsambia creó una pareja de cada clase de animal y, por fin, a un hombre y a una mujer, y se los llevó a vivir con El al cielo o muna-nsulu, donde gozaban de perfecta felicidad, pues el mal no existía por aquel entonces en el universo. En cierta ocasión, Nsambia -que acostumbraba a bajar frecuentemente a la tierra (o muna-ntoto) en busca de alimentos para todos se encontró a orillas de un río caudaloso unos ñames estupendos. Se los llevó al cielo y les advirtió a todas sus criaturas: «En el cielo hay muchísima comida. Pueden comer de todo, menos de estos ñames que reservo para mí.» Y como estaba muy cansado, se acostó a dormir. .
Ni los animales ni la primera pareja humana pudieron resistir la tentación. Vino el buey y se comió un ñame. Vino la vaca y se comió otro. Luego el perro y la perra, el chivo y la chiva, el gallo y la gallina, y tras ellos cada uno de los demás animales hicieron lo mismo. Por fin, no quedaba más que un ñame hermosísimo, tentador. Se acercó el hombre al caldero: «¡Qué sabroso debe estar! Pero es de El, no debo cogerlo.» Entonces la mujer dijo: «Si Nsambia quiere ñames, que baje otra vez a buscarlos a la tierra. Vamos a probarlo”. Y golosamente se comieron la «vianda» prohibida.
Nsambia se despertó con mucha hambre. Fue a buscar sus ñames. Y aI darse cuenta de lo sucedido se encolerizó. Convocó a todas sus criaturas y les dijo:
«Han desobedecido a su Dios. Ahora mismo abandonan el cielo.¡A vivir todos en la tierra con el dolor, el trabajo, las enfermedades, la muerte! Yo me separo de ustedes. Me voy muy, muy lejos… Adiós.» Y a la tierra tuvieron todos que venir con su carga de males. Desde entonces Nsambia es un Dios ocioso, jubilado, separado, lo mismo que el Olodumare de los lucumíes. Y para contar con él hay que dirigirse a sus intermediarios: los mpungos y los espíritus de los muertos.
Hasta donde estos kutuguangos que se refieren a los orígenes han recibido la influencia de la mitología cristiana resulta muy difícil de determinar. De todos modos es evidente que la separación entre el hombre y su Creador se debe fundamentalmente a la desobediencia. Y ésta fue incitada particularmente por la mujer. En una de estas narraciones sagradas una mujer recibió, para alimentarse, una calabaza podrida. Indignada, imprecó a Nsambia. En realidad éste le había dado una calabaza sana, pero otra mujer, envidiosa de ella, se la había cambiado. De todos modos, por este incidente se originó en el cielo toda una rebelión de las mujeres contra un Dios al que consideraban injusto, lo que culminó en su expulsión del Paraíso. El mal inicial no es aquí la desobediencia, sino la envidia,
A veces el distanciamiento entre el más acá y el más allá se debe a un motivo muy baladí. Un kutuguango asegura que este hecho trascendental se produjo porque una negra malgeniosa que barría la entrada de su casa persiguió a escobazo limpio a un par de nubecillas juguetonas que le estaban haciendo cosquillas. Al huir aterrorizadas, las nubes se llevaron con ellas el cielo, que hasta entonces había estado muy cerca de la tierra.
Según otra narración, al principio, cuando alguien moría se colocaba su cadáver bajo la sombra de una ceiba: siete días después resucitaba rejuvenecido. Pero sucedió que a Motambo su esposa Kínsela lo engañaba. Para burlarse de su marido, se fingió muerta, fue colocada bajo la ceiba y allá se puso a vivir con su amante. Un día el cuervo le contó a Motambo lo que estaba pasando y éste, enfurecido, tomó su machete, se dirigió al árbol sagrado. «Ahora van a saber lo que es morirse de verdad», les gritó a los dos amantes, los mató a machetazos y en seguida los enterró. Desde ese momento los muertos siempre se entierran y no pueden volver al mundo bajo la sombra vivificante de la ceiba.
En el sistema mitológico congo, como se ve, la mujer es siempre la culpable de la aparición de la muerte definitiva del ser humano. Un mito asegura que, en los orígenes, la muerte no era temida pues a ella seguía siempre la resurrección y el rejuvenecimiento. Una vez, una mujer murió muy contenta, segura del eterno retorno. Pero su nuera, que la odiaba, se fue al cementerio y golpeando con un azadón sobre la tumba impidió que su suegra saliese de ella, gritando: «El que muere no debe volver jamás.» Por culpa de esa mujer malvada desapareció la inmortalidad del hombre: nadie puede resucitar rejuvenecido como sucedía antes.
Otro kutuguango relata cómo la Muerte (una vieja vestida de negro) se le escapó a Nsambia y éste salió a buscarla con los dos perros que cuidan la entrada del cielo. A punto de ser apresada, la Muerte tocó en una casa:
-Tun, tun.
-¿Quién es?
-Soy yo, la Muerte. No temas, no vengo a llevarte. Me persiguen. Déjame esconderme en tu casa y te regalaré esta cadena de oro que le quité a Mama Chola.
-¡Ay, que cadena tan bella! Dámela acá.
La mujer se puso la cadena y mirándose al espejo le dijo a la Muerte:
-Trato aceptado.
Y la escondió en la cocina. Al poco rato se apareció Nsambia con sus perros.
-Tun, tun.
-¿Quién es?
-Soy yo, Nsambia.
-¡Nsambia! Dichosos los ojos que te ven ¿Qué haces por aquí?
-Ando buscando a la Muerte, que se me escapó del cielo. ¿No la has visto?
-No, señor. Si la veo, enseguidita te lo aviso.
Después de buscarla por todas partes, Nsambia -que tenía muchas que hacer- decidió volver sin ella al cielo. Y así, por culpa de esa mujer vanidosa sigue la Muerte haciendo de las suyas sobre la tierra. ¡La mujer, siempre la mujer! Una intensa misoginia permea la mitología conga.
Hay, sin embargo, una versión sobre el problema de la muerte en la que se atribuye la responsabilidad de su presencia a otros seres. Cuando los seres humanos comenzaron a morirse, aterrados enviaron a Nsambia una súplica con su mensajero Búa, el perro. «No queremos perecer», le decían. Pero el Ser Supremo contestó, inexorable: «Se nació para morir.» Ante la insistencia de Buá, Nsambia hizo una concesión: «Regresa y diles a los hombres que de todos modos tienen que morir, pero que me pidan una gracia que les haga la muerte más aceptable. Me traes la respuesta mañana al primer rayo de sol. Si Ilegas un segundo más tarde no les doy absolutamente nada…»
Después de pensarlo mucho, el hombre encuentra una solución a su grave problema: «Está bien, moriremos. Pero déjanos resucitar.» Y envían ese mensaje con Búa al Señor de los Señores. Sucedió, sin embargo, que Búa tenía un enemigo: el Alacrán, la envidia, que se moría de roña porque no lo habían hecho mensajero. Aliado con el gusano, que necesitaba muertos para vivir, elaboraron una treta: colocaron a lo largo del camino varios huesos de buey. Búa parte con la rapidez de la centella. Se siente tentado por los primeros huesos que encuentra en el camino, pero ansioso de cumplir con su misión, sigue corriendo a toda velocidad. Los gallos lo estimulan con sus cantos mientras atraviesa las constelaciones. Los huesos siguen apareciendo. La tentación vence. Búa se detiene a roer. La lechuza le grita: «¡Déjalo! ¡Sigue!» Todo es inútil. Búa roe un hueso y luego otro y otro. Al reanudar, por fin, su carrera era demasiado tarde. Había salido el sol cuando llegó, jadeante, ante los pies de Nsambi. «¡Resucítalos, Señor!» Pero Dios no lo quiso, inflexible. Y quien se muere en la tierra, se muere para siempre. Sin resurrección. Sin rejuvenecimiento. Por la envidia del Alacrán. Por la avaricia del Gusano. Por la desobediencia del Perro.
El proceso mitogónico continúa en Cuba, sincretizándose con las tradiciones cristianas, como puede observarse en un kutuguango:
Una mujer dio a luz una hija sarnosa. «No quiero hija con tanta ñáñara», dijo. Y la echó en un basurero al pie de una guásima. Mayimbe, el Aura Tiñosa, compadecida, envolvió a la criatura en algodones y la depositó bajo una ceiba. De ahí la tomó un tie-tie, un tomeguín, quien con la ayuda del árbol sagrado la condujo hasta el cielo y se la entregó a la Virgen María. Esta le dio a la niña un baño de yerbas medicinales y le limpió así la piel de granos. Para premiar al tomeguín por su buena acción, la Virgen le ordenó al Gavilán (rey de las aves) que lo protegiera siempre contra los demás pájaros del monte.
La niña creció al lado de la Madre de Dios, sana y bonita. Abajo, su mala madre tuvo otra hija que nació sin sarna. Ya crecida, siempre era maltratada por la madre, quien un día la mandó al campo a pilar arroz. Era tanto que la muchacha se cansaba. Pero su hermana, que desde el cielo vio lo que estaba pasando, bajó por una cadena a ayudarla y con un pilón de oro despachó la tarea en un santiamén. Y todavía hizo más: viendo lo difícil que iba a ser el cargar con tanto arroz, se lo llevó hasta la casa, que distaba bastante del conuco.
La mala madre le aumentó entonces a su hija la tarea. «Si ayer rindió por dos, que hoy rinda por cuatro», dictaminó. Pero con la ayuda de su hermana celeste, la de abajo siempre cumplía la cuota. Y como ahora sobraba arroz, la madre lo vendía en el mercado y con el dinero daba grandes fiestas, donde lucía sus mejores prendas. Sin embargo, no dejaba de picarle la curiosidad. ¿Cómo una muchacha tan frágil podía realizar trabajo tan extraordinario? Decidió espiarla.
Le ordenó: «Mañana pílame otro tanto.» Y con su marido se escondió cerca del conuco para ver lo que pasaba.
No tardaron en ver a su primera hija, que bajaba por la cadena, y se dedicaba a acariciar a su hermana: la peinaba, la ataviaba con un vestido azul celeste, mientras le decía: «Mi madre me tiró a un basurero. Nuestra madre es perversa. Gracias al Aura Tiñosa y al Tomeguín estoy en el cielo con mi madrina la Virgen Santísima. Ella me dio el pilón y la mano de oro.» Así se enteró el padre de lo que su mujer había hecho con su primera hija. La mujer trató de apoderarse de los riquísimos instrumentos de trabajo con que su primera hija pilaba el arroz. Pero ésta última, sujetando a su hermana, rápidamente subió con ella -y con el pilón y la mano de oro- por la cadena hasta perderse en el espacio. El marido mató a la mujer malvada. Y las hermanas fueron felices en el cielo junto a Mama Kengue.
Mucho más criollo todavía -y mucho más transculturado- es el kutuguango siguiente demostrando que la formación de mitos continuó en Cuba, con los nuevos materiales que la situación histórica del negro cubano suministraba:
«Fue en el ingenio San Ignacio, allá en Matanzas. Había una conga muy hermosa llamada Teresita, aunque su nombre congo era Oduká, de la tierra vrillumba. Era la hija de un jefe hechicero, de un nfumo llamado Tsento. Ya de niña se sabía que había nacido hechicera pues jugaba con las serpientes y con los alacranes. Un día, mientras jugaba junto a un río, llegaron unos negreros y la metieron en un barco. Así la pobre niña fue separada de su padre y de su tierra y fue llevada a Cuba, siendo luego vendida en Matanzas al dueño del ingenio San Ignacio. El amo resultó ser un hombre muy bueno y la crió en su propia casa junto a sus hijas. La niña creció y se hizo una mujer muy hermosa. Todo el mundo la quería. Y se convirtió en cocinera y planchadora.
«El amo pensaba darle carta de libertad, pero murió. Y el hijo de este buen hombre que era un tremendísimo sinvergüenza, se convirtió en el nuevo amo. Continuamente asediaba a Oduká, la hija de Tsento, jefe vrillumba . Cansada de que la persiguiera su amo, un día hizo un hechizo con un sapo, invocó a Nkuyu-Nfinda (Lucero Mundo o Elegua) y logró escapar del ingenio sin ser vista de nadie. Luego, anduvo varios días por la manigua convertida en negra cimarrona. Su amo se enfureció y contrató a una partida de rancheaderos, que inmediatamente partieron en su búsqueda con unos terribles perros.
«Tras andar buscando y buscando, los rancheaderos encontraron a Oduká escondida detrás de una ceiba. Oduká hizo frente a los primeros perros con un machete y según iban viniendo los partía en dos, machetazo va y machetazo viene; y cuando ya le estaban faltando las fuerzas, la brava Oduká decidió subir a la ceiba. Según iba subiendo, las espinas de madre ceiba le destrozaron el vestido y sus pies sangraban; pero a pesar del dolor y de la sangre que por el tronco de este árbol tan sagrado, seguía subiendo para lograr su libertad.
Una vez arriba, los perros supervivientes ladraban rabiosos, incapaces de morderla; y los rancheadores discutían si subir a la ceiba para capturarla viva o batirla a tiros y entregarla muerta al amo, el dueño de San Ignacio. Pero Oduká, la hija de Tsento, jefe vrillumba africano, invocó a la madre ceiba y pidió protección: “Sikirimato monu mboba, guandi Ungundu. Mundele kuenda kiaro, mbari munu malala. Munu kuenda kakuisa nsulu Ntoto-Güini, ntantando mutamba Tsento”. (O sea: “Escucha, madre ceiba. Los rancheaderos blancos desean mi muerte. Llévame volando al África, junto a mi padre el jefe Tsento”) “Y así fue… La madre ceiba escuchó la plegaria de Oduká y un viento huracanado se formó sobre este árbol tan sagrado, misterioso y poderoso. Los rancheadores huyeron espantados cuando vieron tal prodigio, y sus perros tan fieros y terribles, se escondieron con el rabo entre las patas y las orejas muy gachas. Oduká fue arrebatada por aquel viento y llevada a su tierra natal… Cuando el anciano Tsento, el gran taita-nfumo (sacerdote hechicero) y mutamba (jefe) vrillumba vio a su querida hija, no daba crédito a sus ojos:
«-Pero… y tú ¿qué carajo haces por aquí, hija mía?
«-Pues ya lo ves, padre mío. Madre ceiba me trajo aquí a mi tierra y a tu lado, para no tener que sufrir más injusticias y vejaciones, y para ser libre para siempre.»
De ese modo se articulan la magia, la religión y la protesta social en la tradición mitológica de los congos de Cuba.
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